Día 11/03/2012
1 La Monarquía representa la pluralidad de identidad y la constante renovación dentro de la continuidad
La
democracia exige el cambio cíclico de gobernantes. Ningún partido puede
estar permanentemente en el poder y la alternancia es un componente
básico del sistema. Pero en ese mismo sistema, el Monarca puede y debe
representar los valores de un país en el que ostenta la jefatura del
Estado. Y al representarlos se convierte en un elemento de convergencia
entre diferentes intereses de identidad política y étnica. Un Rey de
España que ostenta títulos como Rey de Castilla, de León, de Aragón, de
Navarra, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Córdoba, de Murcia, de
Gibraltar, de las Islas Canarias, de Conde de Barcelona y de Señor de
Vizcaya, por hablar sólo de los territorios que hoy son españoles o
aspiramos unánimemente a que lo sean, necesariamente es visto como una
referencia incluso por quienes no necesariamente se sienten españoles.
2 La Monarquía es un sistema más moderno
La
República es un sistema más natural; es decir, es más elemental, más
retrasada. Toda la civilización es una resta a lo natural. Todo lo que
es más natural es más inferior. El reparto comunal de los bienes es más
natural que la propiedad. Toda la civilización —los Reyes, la propiedad,
el contrato matrimonial— implica un elemento de modernidad y es
complicación y artificialismo, sobrepuestos, como freno y límite, a esas
naturalidades. Como son también añadiduras a lo natural la educación,
los modales o la corbata. Y precisamente por la elaboración y
decantación a través de los siglos que conlleva una Monarquía, hay que
entender que no está en la mano de cualquier pueblo tener una Monarquía,
pero sí lo está el tener una República. Una revolución se hace en 24
horas; una Monarquía resulta de la decantación de los siglos.
3 La Monarquía permite la independencia
El
sucesor o Príncipe Heredero, igual que su padre o pariente el Rey, no
puede ser utilizado por políticos, ya que debe su condición a la
naturaleza; está designado desde que nace y la nación lo conoce como tal
anulando luchas por el poder en la cúpula. En una época racionalista
como la nuestra, puede parecer anacrónico el principio hereditario: se
basa en la parte física del hombre que el racionalismo e idealismo
desprecian y que nuestra sociedad cultiva sin medida.
Pero
en realidad el cuerpo es tan humano como el espíritu, y la herencia es
la única forma de designación de jefe de Estado que no es manipulable,
lo que inviste al Rey de independencia, la condición más importante en
su función. Lo que da un valor inigualable a la Monarquía es la herencia
en la jefatura del Estado por la independencia de que le dota la
condición hereditaria. Y la condición hereditaria ha de darse dentro de
una familia. Es lo que el político y diplomático francés Charles Benoist
resumió en la máxima «una dinastía, siempre la misma, en una Monarquía
siempre renovada».
Como
sostenía don José María Pemán en sus «Cartas a un escéptico en materia
de formas de gobierno»: «Por mucho que se aguce el ingenio no se
encontrará jamás ninguna forma de transmisión inmediata, sin intervalo
ni solución de continuidad, comparable en claridad y rapidez a la
transmisión familiar de padre a hijo. Por eso todos los fundamentos
sociales que requieren características de continuidad y permanencia
tienen histórica y científicamente carácter familiar; por eso “el padre”
es la gran palabra sillar e inconmovible que aparece escondida en la
raíz etimológica de todo cuanto designa algún sostén fundamental de la
sociedad humana. A cosa de padre suena la patria, que es la nación; y el
patrimonio, que es la propiedad, y el patriarca, que es la autoridad. A
cosa de padre tiene que sonar también, si no en su nombre, en su
realidad entrañable, la mejor forma de Gobierno», la Monarquía. Y para
rematar su idea Pemán concluye: «La familia, que no el individuo, es
secularmente el sujeto de la propiedad, de la preeminencia o del honor.
¿Qué tiene de extraño que sea también el sujeto del Gobierno?» Y fuera
de la herencia, no hay otra salida que la elección, con sus
condicionantes de dependencia, incluso servilismo y de busca de
beneficio en el plazo de poder.
4 El peor Rey es mejor
La
condición humana es impredecible. La historia de todas las monarquías
que en el mundo hay o hubo ha generado buenos y malos Soberanos. Y con
frecuencia no han sido los peores los que estaban en el trono en el
momento de un cambio de régimen. Pero la Monarquía ha evolucionado con
el concepto de soberanía nacional y hoy en día, en Occidente, forma
parte de regímenes constitucionales. En un sistema constitucional —como,
por ejemplo, el español— la potestas de la que dispone un Rey está muy limitada.
Y un mal Rey tendría pocas posibilidades de hacer daño a la nación
precisamente porque sus poderes están muy circunscritos. En cambio un
buen Rey se va llenando de auctoritasgracias
a su forma de reinar —de ninguna otra manera puede lograr esa
autoridad—. En cambio un mal presidente de una república está
constantemente actuando para conseguir dar continuidad a su labor; con
frecuencia intenta desbordar sus competencias para justificar su
presencia al frente del Estado y genera crisis como la que acabamos de
vivir en uno de los países europeos más relevantes donde nos hemos
enterado de quién era el presidente por su corrupción y su dimisión tras
meses negándose a aceptar sus responsabilidades.
5 No es el sistema perfecto; es el mejor posible
Si
es relativamente fácil diferenciar entre los políticos que piensan
siempre en las próximas elecciones y los que piensan en las próximas
generaciones cabe afirmar, a priori, que de natural, el político
sometido a las urnas tiene que pensar en las próximas elecciones
mientras que para el Príncipe es más fácil pensar siempre en las
próximas generaciones. Porque el Rey es el diputado de todos: los que
votan a unos, los que votan a otros y los que no votan. El hombre es
capaz de entender los principios universales, y como consecuencia, a
veces, piensa que existen en el mundo creado: grave error, pueden
habitar su entendimiento, impulsar su voluntad, pero no son aplicables
porque son entes de razón.
Le hacen buscar la perfección,
mas se equivoca cuando ajusta normas a entelequias. La Monarquía
hereditaria no es la pauta perfecta para el gobierno de la sociedad, es,
nada más y nada menos, la mejor posible para el gobierno de unos seres
limitados. Y la distinción entre límite y perfección es clara, pero se
olvida a menudo. Recordemos el ejemplo clásico: el mulo no entiende un
silogismo, pero no es por imperfección del silogismo, es por limitación
del mulo, que es, sin embargo, un perfecto mulo sin saber la teoría del
conocimiento.
Terminemos
con un sentimiento. Irracional y, quizá por ello, muy cierto. Decía don
José María Pemán en la obra citada: «Al lado del Carlos V de Tiziano,
un presidente de República tiene un cierto aire de retorno, no diré que
hacia el jefe de tribu, pero sí hacia el alcalde pedáneo o el juez de
paz». Esa afirmación es de 1937. A muchos nos parece plenamente válida.
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